Ana Rapahango, 80 años, nieta de Antonia Tepuku e hija de Victoria Rapahango  y del inglés Henry Percival Edmunds,  ex administrador de la Compañía Williamson &  Ballfour que residió en la isla durante los años 1906 y 1930. 

Mi padre se fue, dejándo sola a mi madre con sus cuatro hijos: Jorge, Alicia, Juan y yo que venía en camino. Antes de partir construyó una casa para nosotros afuera de los terrenos de la Compañía completamente alhajada y dejó una plata para que la Compañía le diera anualmente a mi madre por un tiempo. Ella había vivido 10 años con mi padre y se adaptó mucho al régimen de vida de los ingleses. Era estricta y nos tenía a nosotros muy correctos. Cumpliendo con la voluntad de mi padre, a los diez años me llevaron a vivir a Mataveri con la familia del administrador Colin Morrison, sucesor de mi padre,  junto a mi hermana Alicia. Aprecié la educación inglesa, el cómo me trataban, cómo enseñaban a cocinar, a limpiar, a poner la mesa y hacer las camas. Recuerdo que me decían: “Si llevas cosas de aquí para allá y después vuelves, debes traerlas de vuelta.”  Aprendí a economizar y calcular todo. Viví bien y nunca me faltó nada. Los fines de semana me llevaban al campo, solíamos salir en lancha alrededor de la isla. Viví feliz hasta los 18 años, después conocí otra vida.

Ana Rapahango fue enviada  a los 18 años a Valparaíso para aprender el oficio de matrona en el Hospital de Viña cuyo director era Gustavo Fricke:

En ese tiempo no era como ahora, era más fácil, te enseñaban de todo y te dejaban practicar. Me pasaron por todas las secciones del hospital hasta la morge. Ahí estaba lo más interesante. Eramos 20 mujeres de la cruz roja, nadie quería entrar de puro miedo. Yo entré no más y el médico me dió un cuchillo grande y me dijo que cortara con fuerza el cadáver que yacía en la mesa. Lo hice y vi todo el interior de la muerta, nunca más se me olvidó. Al año me tomaron un exámen porque necesitaban mandarme urgente a Pascua. Tenía casi 20 años. Me puse a trabajar en el hospital donde conocí al primer enfermero titular de la Armada, Rafael Haoa. Sin tener idea de cómo era el matrimonio me casé. Mi madre me dejó escoger, aunque la costumbre era que los padres elegían los hombres para sus hijas.

Rafael me explicó que en la isla las mujeres tenían a sus hijos en sus casas. En mi niñez casi no conocí el pueblo, pero después lo conocí mejor que nadie y pude ver cómo vivía la gente. Para mí era otro mundo. En esos tiempos había como 500 o 600 personas y vivían todos separados, para llegar había que cruzar campos y saltar pircas. Antes habían mujeres  parteras y un hombre solía ayudar a parir a las mujeres. Conocí a uno que era gay. Todos lo querían porque tenía esa facilidad de las mujeres. La mujer se sentaba en las rodillas del hombre o estaba en cuclillas y el hombre la abrazaba por detrás y con un paño limpio en sus manos iba sujetando la parte entre la vagina y el ano para que no se rompiera durante el parto. Otra persona recibía la guagua. Al inicio nadie quería conmigo porque no me conocían. Me ayudó una de las viejas parteras, Hilaria Pakomio, ella aprendió conmigo y yo con ella. Juntas íbamos en la noche a las casas de las parturientas para que me dejaran atenderlas.

Cuando llegaba cualquier buque chileno se enfermaba toda la gente , mi marido y un practicante, salían a ver los enfermos y ponerles inyecciones en todas las casa de la isla. Yo me quedaba sola en el hospital haciendo de todo. Después llegó una doctora experta en Lepra y me enseñó a trabajar en el laboratorio. Yo sacaba los frotis de secreción nasal a los enfermos, anotaba los datos, observaba en el microscopio si habían Bacilos de Hansen y le entregaba las muestras al médico. Él revisaba las muestras , veía a los enfermos y decidía. Rafael y Alberto Hotus hacían las curaciones y cumplían con las instrucciones de los médicos. Después de los años sesenta empezaron a llegar médicos del conti que encontraban que todas las manchas eran Lepra. Menos mal que a mí me tocaba hacer los exámenes y así se pudieron salvar muchos.

Nunca conocí a mi padre y por ello, después de casarme, elegí usar el apellido de mi madre porque ella me crió. Cambié mi nombre en el registro civil y me puse Antonia Rapahango. Mi padre, quién vivía en Tahiti, donde formó su tercera familia con una tahitiana, me escribió y me retó. Sé que soy mitad inglesa, pero yo me siento pascuense.  

 Percy Edmunds falleció en 1957 en Tahiti, al borde  de los 80 años y Victoria Rapahango en Isla de Pascua en 1979, medio siglo después de su partida. Ana Rapahango enviudó y vive con sus familia en Rapa Nui.