Emilia perteneció al grupo de los primeros 12 estudiantes rapanui que partieron a estudiar al continente en 1955. Hoy se la recuerda como la mejor directora que ha tenido el Liceo Lorenzo Baeza Vega, por la disciplina que supo implementar.
Nací en 1941, mi mamá es María Ángela Cardinali Pakomio y mi papá Alberto Paoa Bornier, nieto de Dutrou Bornier. Tuvieron 7 hijos de los cuales yo soy la cuarta. La vida antigua era muy dura, pero lo hermoso era la unión de la familia y de toda la gente pues se querían y respetaban mucho. No se tomaba alcohol, aunque en las fiestas se preparaba un trago de maíz fermentado. Para los niños era una obligación trabajar yendo a buscar agua, o reuniendo a los animales, buscando guano para cocinar y conservar el fuego para el otro día, porque no teníamos fósforos. A los 7 años había que saber ordeñar leche, hacer queso y mantequilla para vender. Teníamos muchísimos chanchos. Había que ir a los 7 moai a buscar un pasto que se llama “kai ore” para alimentarlos aunque estuviera lloviendo y el viento soplara fuerte. Nunca tuve muñecas así que jugaba con los chanchitos bebés. Una vez una chancha me persiguió, y tuve que subirme a un árbol Miro Tahiti, pero me caí y me enterré una rama en la pierna. Como no había hospital me curaron en la casa con grasa de cordero. Mis otras hermanas eran tranquilas, mientras que a mí me decían que era la más salvaje. A la Victoria, le tocaba hacer las camas, que tenían sábanas hechas de sacos de harina, y también limpiar el piso. Todo siempre estaba impecable.
Íbamos a la escuela de las monjas. El colegio era muy bonito, lleno de flores y había pocos alumnos. Los profesores solamente hablaban español y nosotros no les entendíamos nada. Entrábamos a las 9 en punto a clases; calculábamos la hora según la posición del sol durante el día. Recuerdo que había que traer una varilla que usaban para castigarnos porque no leíamos o no sabíamos. Para que no me castigaran yo le llevaba a la María Pont Hill algo de mi casa, como queso o cosas así, para que me explicara y enseñara todo de memoria. Cada día les llevaba leche a las monjas. Un día que iba caminando con mi cántaro, escuché los cañonazos del buque Pinto que llegó en 1955. Pensé que estaban matando a toda la gente de la isla, así que tiré lejos la leche y me escondí en una cueva. Les teníamos terror a los continentales. Cuando veíamos a un marino nos escondíamos. A mi mamá le ofrecieron la oportunidad de mandar a uno de sus hijos a estudiar al continente. Como mis hermanas estaban casadas y a mi hermano Alberto no le gustaba estudiar, me eligió a mí. Partimos 12 niños en enero de 1955. Fuimos los primeros en salir de la isla con autorización, porque en esos tiempos, según decían, todos éramos leprosos. Iban también Benito Rapahango, Arsenio Rapu, Lucas Pakarati, Juan Laharoa, Domingo Araki, Lucía Tuki, Irma Atan, Irene Pakomio, María Pont, Marcelo Pont, otro más que no recuerdo, y yo. Llegamos al Puerto de Valparaíso admirados gritando y hablándonos en nuestro idioma. Un caballero llamado Guillermo Haskin nos recibió y nos llevó a su casa. Benito quedó en la Escuela Naval, Juan Laharoa y Arsenio Rapu en la aviación. No supimos más de nuestras familias en los 6 años que estuvimos allá. Luego nos mandaron a diferentes escuelas que tenían internado, como la Escuela Normal o a la Técnica n°1, que es la que me tocó a mí. Los fines de semana se cerraba el internado, y como no teníamos donde ir, las otras alumnas se turnaban diciendo: “¿Quién se lleva a la pascuense?” Con el paso del tiempo ya no nos llevaban, así que con la Irma fuimos a parar al Hogar de Vagos, para los niños de la calle, algunos fines de semana y en las vacaciones de invierno. Yo les dije: “¡Cuidadito ustedes con hacernos algo, porque les voy a sacar la mugre!” Era humillante pero yo pensé: “Mi mamá quiere que yo esté aquí así que lo voy a aguantar todo. A la isla no voy a volver sin algo en las manos”. ¡Las burlas de las compañeras eran tan fuertes! Me decían “la india pascuense” o “leprosa pascuense”. Se burlaban mucho de nosotros, pero ya veníamos acostumbrados a ese trato. Es malo que lo diga pero la Armada se portó muy mal con la gente de la isla. Para ellos éramos indios y nada más. Logré terminar mis estudios de moda sin repetir ningún año porque lo único que yo quería era volver a la isla y enseñar, pero las monjas no me querían dar cursos. Aquí me enamoré de mi marido que era de la Fach y volví al continente a casarme con él en 1963.
Estuve 7 años enseñando en un colegio de Valparaíso, tuve mis tres hijos, pero necesitaba volver a la isla aunque las monjas seguían poniéndome trabas para dejarme enseñar. Jacobo Hey me sugirió que estudiara Enseñanza Básica, así es que volví nuevamente al continente, sin mis hijos, a estudiar en la Universidad Católica. Ya de vuelta en la isla y con mi título, por fin pude enseñar. En 1985 llegó de visita el Ministro Gaete, de Educación, y me informó que debía asumir la dirección del Colegio. Recibí ayuda de mucha gente para ordenar y limpiar los escombros que había y fuimos arreglando de a poco las salas de clases. Planifiqué, reuní a los profesores y al inicio del año escolar les dije a todos que debíamos trabajar para los niños y cortar los malos hábitos que había. Fue bastante difícil. Había un alumno, el Tera´i, ¡que llegaba en caballo y se metía con la cabeza del caballo a la sala! Una profesora me dijo: “No, yo no me voy a quemar por estas cosas, yo trabajo únicamente por mi sueldo”. Yo le respondí: “Tú no me sirves. Yo quiero profesores con vocación”. Recorría las salas de clases y los patios, controlando y conversando con los alumnos, porque hay que saber llegar a lo más hondo hasta del niño más desordenado. Buscaba cómo premiarlos con un buen desayuno o haciendo el jardín. Cuando me veían llegar, se producía un silencio y orden absoluto. Les prohibí a los profesores que fumaran dentro el colegio. Llegó un momento en que todo andaba muy bien. Pero con el cambio de gobierno, vino el nuevo Ministro de Educación a la isla y se reunió con los profesores. Algunos le dijeron que yo había convertido el colegio en regimiento. ¡Yo convertí el colegio en disciplina, que es muy diferente! El alcalde Juan Edmunds me pidió que renunciara por los reclamos de los profesores, pero yo le dije: ¡Lo siento en el alma, pero no voy a renunciar, yo trabajo para los niños! Me echaron sin nada, recién después de 20 años estoy recibiendo una pequeñísima pensión.
Hoy los alumnos de Emilia le agradecen la enseñanza que recibieron y entienden por qué ella les llamaba tanto la atención. Dice estar orgullosa de lo que han llegado a convertirse y concluye tajantemente: “Sin disciplina, sólo se consigue educar a medias.”