La base norteamericana instalada en los años 60 en Isla de Pascua era parte de un proyecto de espionaje espacial a los soviéticos. La periodista Patricia Stambuk despeja toda duda con documentos desclasificados por Washington: “Rapa Nui formó parte del escenario mayor de la Guerra Fría, sin haber dicho ni pío. Los gringos se fueron porque Vietnam consumió su presupuesto y la tecnología de la NASA superó a las naves espías tripuladas que tenían que rescatar en el Pacífico. La elección de Allende fue la última puerta de salida”.
Los rapanui de más edad todavía recuerdan el letrero con el solemne nombre de la base norteamericana que se instaló a mediados de los años sesenta en la zona de Mataveri: Centro de Investigaciones Ionosféricas. Si bien el título daba a entender que la presencia de los aviadores norteamericanos en la isla más aislada del planeta era científico, en el mismo cartel se podía leer: “Bienvenidos. Recinto Militar. Entrada controlada”.
Los miembros permanentes de la Fuerza Aérea de Estados Unidos (USAF) que llegaron entre 1966 y 1970 no superaban el centenar y se iban rotando por periodos de distinta duración. Vestían de civil, eran gentiles y cercanos, pagaban rondas de trago en los bares, llevaban regalos a las casas, participaban en las fiestas locales y también invitaban a sus Open House en el casino de la base. Las chiquillas del pueblo iban muy bien arregladas para cambiar de aire, charlar, “pinchar”, compartir una coca cola y bailar rock and roll.
El encuentro amoroso fue inevitable. Varios soldados se convirtieron en padres ausentes de al menos 10 niños rapanui, a los que se sumaron 3 hijos de otros estadounidenses. Hoy bordean los cincuenta años, siguen viviendo en la isla y varios lamentan todavía no haber conocido a su progenitor y no tener reconocimiento ni protección del gobierno norteamericano.
Los miembros de la USAF desconocían el verdadero objetivo de la base, como se ha confirmado en entrevistas a algunos suboficiales de esa época. Cada uno hacía su tarea y punto. Tampoco lo sabían los funcionarios de la Fuerza Aérea de Chile, que mantenían el control local y registraban las radiaciones de las explosiones francesas en Mururoa, atentos a una posible evacuación. El secreto del espionaje espacial estaba reservado a un reducido círculo militar del más alto rango, diplomáticos y servicios de inteligencia.
Los hechos que ocurrieron desde la llegada en 1966 de los primeros barcos con materiales para construir una pista de aterrizaje de asfalto hasta la partida de los norteamericanos en 1970, fueron investigados y revelados en el libro Iorana & Goodbye. Una base yanqui en Rapa Nui (Stambuk, Pehuén Editores, 2016). Cuando la obra ya estaba en prensa, ocurrió la esperada ratificación del objetivo militar de la base, al desclasificar el gobierno de Estados Unidos 825 textos secretos de la Oficina Nacional de Reconocimiento (NRO), creada en 1961 para gestionar junto con la Agencia Central de Inteligencia, CIA, el desarrollo y funcionamiento de los sistemas de satélites. El año anterior, 1960, la Unión Soviética había derribado un avión espía U-2 por violación aérea, apresando a su piloto, Francis Gary Powers. La CIA no estaba dispuesta a repetir el chasco.
Los documentos confirman que la Fuerza Aérea norteamericana desarrollaba un gran y costoso proyecto de Laboratorio Tripulado en Órbita, identificado como MOL, que consistía en poner en el espacio una aeronave para detectar los misiles y demás instalaciones soviéticas. Advertían que el proyecto era “una cuestión grave, de importancia nacional” y que toda información debía ser “protegida bajo procedimientos especiales de seguridad”.
Necesitaban un aeropuerto marginal en el Océano Pacífico para que sus aviones Hércules y sus helicópteros pudieran rescatar desde el mar la cápsula espacial y a sus tripulantes si la misión fracasaba por la razón que fuera. Tenían que asegurarse: el piloto apresado en 1960 por los soviéticos no cumplió con el procedimiento de autodestruir la nave al ser sorprendido y tampoco usó la aguja de suicidio que la CIA entregaba dentro de un dólar de plata a sus hombres en misiones de alto riesgo.
Más allá de esta trama de película, eligieron Isla de Pascua porque la construcción de una base era menos cara aquí que en la isla Henderson, del grupo de las Pitcairn. El presidente Johnson aprobó el programa DORIAN/MOL en 1965, con los objetivos específicos que le presentó el secretario de Defensa Robert Macnamara. El primer punto era “fotografiar objetivos militares” a una resolución superior a todo lo alcanzado a la fecha.
En medio de discusiones sobre la conveniencia de lanzar aeronaves tripuladas o no tripuladas, y con la soterrada competencia entre la USAF y la NASA en temas del espacio, Estados Unidos alcanzó a gastar unos $2.2 billones de dólares en el proyecto. Hubo diseño y construcción, adiestramiento de astronautas y hasta un lanzamiento experimental. Isla de Pascua ya estaba preparada, con una pista que permitía aterrizar y despegar aviones Hércules para el rescate espacial. La isla y el país habían pasado a formar parte real del escenario mayor de la Guerra Fría.
Los rapanui eran guerreros, pero de otras batallas, y además no sabían el objetivo de la base. Estaban muy conformes con los norteamericanos: había mucha ropa, productos desconocidos o inalcanzables hasta entonces, trabajo y diversión; era una ventana abierta a un mundo diferente. Solo que Nixon cerró la primera puerta en junio de 1969 al cancelar el proyecto MOL, la última oportunidad de la Fuerza Aérea norteamericana para desarrollar un programa de vuelos espaciales. Vietnam resistía mucho más de lo planeado y el costo en dinero era enorme. La NASA avanzaba con tecnologías de espionaje satelital no tripulado y ya no se justificaban los 7 lanzamientos con astronautas ni el “despliegue planificado de 5 aviones HC-130H a Isla de Pascua para cada lanzamiento”. La elección de Allende selló el fácil retiro de los norteamericanos en 1970. Fácil, porque una frágil carta de acuerdo firmada recién el 26 de julio de 1968 por los representantes designados de las fuerzas aéreas estadounidense y chilena, era el único soporte de una presencia extranjera inédita en la historia del país.