La arqueología es la parte de la antropología que pretende reconstruir la historia de la humanidad a partir de sus vestigios materiales. El problema es que una parte muy importante de la creación humana no se expresa en lo material y, por otro lado, muchas veces no es posible conocer los aspectos simbólicos que dieron sentido a esos restos materiales. La respuesta típica, cuando no se encuentra una explicación lógica al sentido o al significado de algo, es que la razón debe ser simbólica, o ritual.
En Rapa Nui, hay algunas preguntas que no tienen una respuesta satisfactoria hasta la fecha, porque la tradición oral no pudo conservar las claves, o porque las explicaciones científicas son demasiado mecanicistas y no consideran la tradición cultural rapanui.
El caso de la fábrica de moai es un buen ejemplo. La toba de Rano Raraku no era la mejor materia prima para tallar los moai. De hecho, unos cuantos quedaron abandonados en alguna etapa del tallado por algún problema técnico, o se quebraron en la misma cantera. Lo que no tiene una explicación “lógica” es por qué tallaron las figuras en la misma cantera, en las condiciones más difíciles y riesgosas, en vez de cortar bloques para deslizarlos sin tantas complicaciones hasta el plano. Por lo tanto, la “explicación” debe ser simbólica. Quizás había algo en Rano Raraku que hacía necesario hacerlo de esa manera, algo natural pero incomprensible. Quizás, la excepcional fertilidad del lugar era la demostración de un mana muy poderoso. Lo que no podían saber es que la toba de Rano Raraku contiene una alta proporción de fósforo, un gran fertilizante. Quizás las imágenes encarnaban el mana reproductivo de Rano Raraku desde su mismo nacimiento en la cantera.
Las hare paenga (casas con fundaciones de paenga) o hare vaka (casas con forma de bote invertido) son otro misterio. Por un lado, se esforzaron en cortar, pulir, trasladar e instalar miles de bloques de basalto para fundaciones destinadas a sostener estructuras muy frágiles. Esa desproporción, desde el punto de vista constructivo y mecánico, no tiene “lógica”. Había que trabajar la roca más dura con herramientas de la misma materia prima, trasladarlas por kilómetros, y enterrar verticalmente los bloques en el suelo, un esfuerzo mayor que tallar un par de moai al año. Todavía no está claro cómo perforaron los orificios cilíndricos para sostener los palos de la estructura aérea.
Entre los “misterios” de la isla, la fase de colonización no tiene fechas ni contenidos claros. No se sabe con precisión cuándo llegaron los primeros exploradores, ni dónde están sus huellas. La tradición oral ubica al extremo suroeste de la isla como ese lugar, el más lógico si venían desde el oeste, a partir de los tres hijos de Taanga (convertidos en los motu), el espíritu de Haumaka, los 7 exploradores y la posterior llegada de Hotu Matu’a, donde se separa de su hermana para rodear la isla hasta desembarcar en Hanga Rau o te Ariki (Anakena), hasta la llegada de la Hokule’a en el año 1999.
La llegada del Ariki Hotu A Matu’a y el nacimiento de su hijo Tu’u Maheke al momento del desembarcar en Anakena, son datos de la tradición que marcan la fundación de la sociedad rapanui, pero no sabemos cuánto tiempo fue necesario para preparar el escenario antes de su llegada, cuantos viajes desde Hiva para trasladar a su pueblo, cuánto se demoraron en adaptar las nuevas especies domesticadas a un suelo y un clima diferentes.
Por lo tanto, la “higiene cronológica” que permitió descartar docenas de fechas anteriores al 1200, porque en Anakena no encontraron fechas anteriores, no tiene sentido. Los sitios arqueológicos más antiguos deben estar en otra parte de la isla (al suroeste). Tampoco tiene sentido responsabilizar a los ratones introducidos por los inmigrantes por la desaparición del bosque, porque en Anakena encontraron muchos coquitos con huellas de roedores. El antiguo bosque incluía otros árboles importantes antes de su destrucción provocada por una extensa sequía.
Además, los extraordinarios hallazgos del Instituto Arqueológico Alemán en Ava Ranga Uka Toroke Hau han demostrado que los antiguos isleños rendían culto al agua y a los árboles, todo lo contrario de la imagen de un colapso provocado por la sobre explotación de los escasos y frágiles recursos de la isla, lo que alguien llamó “ecocidio”.
Lamentablemente, de esta nueva imagen surgió otra visión extrema, la de una población en perfecta armonía con la naturaleza, donde nunca hubo conflictos. Algunos postularon que los mata’a no sirvieron como armas sino para pelar camotes y sacar las escamas de los pescados, descalificando la rica tradición rapanui sobre los mata’a como armas, pero según un modelo de conflicto distinto al occidental de la guerra total, sino en los términos que explicó un informante a Katherine Routledge en el año 1914: “cuando no estamos peleando, somos todos primos”.
Una consecuencia muy interesante de esa época de extraordinarios cambios y adaptaciones es que la aristocracia tuvo que abandonar sus casas junto a los ahu, y miles de paenga fueron reutilizadas para construir los muros y túneles de las ana kionga, las avanga para depositar los huesos en las plataformas recicladas de los ahu, los umu pae y otras estructuras. Probablemente, algunos no lo hicieron de buena gana.