Cuando fluye el Te Uru Tai del vientre de una fértil mujer y se mezcla con Te Wai Tai, la semilla del hombre, el hijo comienza a crecer y formar su Mauri, su aparición física, la forma de su cabeza, nariz, ojos y su cuerpo, su porte y su naturaleza. Todo lo que vemos tiene un Mauri. Cada roca y cada árbol es diferente, y cada ave y cada pez lleva el Mauri de su especie.

El Mauri del hijo se puede palpar, no así su Varua (espíritu) que es invisible. Varua es pensamiento, talento y poder y fluye por dos corrientes. Una corriente desciende del cielo y la tierra, de Ranginui y Papatuanuku, pués el espíritu de un Ariki (noble) los sabe unidos. La otra corriente es la conciencia que afecta todos los planos del alma y del espíritu. El espíritu lleva al escultor a las profundidades de la piedra, lleva al jardinero hacia el gérmen de la semilla y eleva al navegante sobre las nubes para que logre divisar el camino a seguir.

Los caminos del Varua están abiertos para todos, pues vienen de Io Mata Ngaro (dios supremo), y nosotros somos de Io. Algunos se adentran en los reinos del alma y del espíritu, otros solo logran divisar el inicio. Sólo los Tohunga (iniciados) llegan tan lejos para poder encontrar y abrir  los cestos de la sabiduría.

El Ha del niño es el corazón, la escencia de su Ser. El Hau es su aliento, su vida.  Si observamos el fuego, podemos ver el corazón cálido de las llamas y su siempre cambiante Mauri, y sabemos que el humo es el Hau, su aliento, que se escapa de nuestras manos. Cuando la llama se apaga, sólo queda su Varua. Cuando nosotros morimos, sólo queda nuestro Varua y aquellos, que acompañan a los muertos, lo liberan  para su último viaje a Hawaikii (patria mítica de los pueblos polinésicos) en medio de las estrellas. Con el nacimiento recibimos el Varua de las estrellas y con la muerte el Varua regresa a ellas.